El primero de sus instrumentos fue el gnomón. Se trataba de una estaca o de una vara larga cuya sombra iba formando un mandala sagrado. Un círculo con radios graduados y ajustados a los movimientos del Sol en el cielo durante todo el año. Las marcas establecidas eran usadas posteriormente para medir el transcurso del intervalo de luz de cada día y para orientar de manera muy precisa su arquitectura. Al salir el Sol, la larga vara proyectaba una sombra que cruzaba el círculo a su alrededor en un punto. Lo mismo ocurría al atardecer, momentos antes de ponerse el Sol. Al trazar una recta entre esos dos puntos sobre el círculo se obtenía un eje Este-Oeste, la proyección del arco por el cual se había movido el sol en ese día. Al repetir este ejercicio todos los días del año, confirmaron la posición de las cuatro esquinas del espacio sagrado maya: los extremos izquierdo y derecho de los solsticios; el verdadero eje Este-Oeste que se marca de manera muy precisa el día de los equinoccios, que al dibujarle una perpendicular permitía encontrar el eje Norte-Sur; y con éste, los cuatro puntos cardinales con los que orientaban sus ciudades. Puntos que las relacionaban al orden cósmico, generado por el Sol en esta escala de la realidad.
De la utilización de este sencillo instrumento derivaron el primer componente del Orden Supremo en el espacio: su sagrada orientación. La asociaron a sus 4 colores sagrados –rojo, blanco, negro y amarillo– con los que crearon una secuencia ininterrumpida para comenzar a develar las características individuales de cada día. Los mayas creían que los días eran entidades conscientes, espíritus inteligentes que influían en la mente del hombre propiciando conductas individuales y colectivas. También comprobaron su influencia sobre la naturaleza, como cambios en los vientos y en las lluvias, e incrementos o disminuciones de los vórtices ascendentes de energía telúrica en los sitios de poder sobre los cuales construyeron sus templos y pirámides. Sus 4 colores sagrados representaban muchos principios de orden que actuaban simultáneamente: los 4 puntos cardinales, las 4 esquinas de un cuadrado perfecto, la cubierta del cubo poliédrico que da forma al mundo material. También representaban a los 4 tipos de energía –que llamaron los 4 K’uh’Ul Oob–, las esencias divinas que surgen del centro del Universo: lo masculino y lo femenino, lo positivo y lo negativo. Aquellas que daban lugar a los 4 grados de libertad que puede adoptar la energía al condensarse en materia: lo caliente y su opuesto lo frío, lo húmedo y su opuesto lo seco. Los que, a su vez, dan lugar a los 4 elementos de la naturaleza: el fuego y el aire, que son principios activos; el agua y la tierra, que son principios pasivos. Los mayas usaron sus 4 colores sagrados para representar todos estos conceptos que describen la intensidad y el tipo de energía que llega al espacio del hombre.
El primer color es el Rojo, que representa al Este. El amanecer, el comienzo del día, cuando la energía que impulsa todos los procesos transformadores es creciente. La primavera. La siembra. Lo seco, el fuego y la Tierra. El segundo color es el Blanco, que representa al Norte. El mediodía, el clímax, la máxima intensidad de la energía. El verano. Las flores. Lo caliente, el aire y el fuego. El tercer color es el Negro, que representa al Oeste. El atardecer, cuando cesa la energía que impulsaba todos los procesos. Los frutos. El otoño. Lo húmedo, el aire y el agua. El cuarto color es el Amarillo, que representa al Sur. La noche. Cuando el sistema entra en receso para vitalizar la semilla del siguiente ciclo. Lo frío, el agua y la tierra. De todo lo anterior surge el glifo, imagen con la cual los mayas representaron al Sol, una flor de 4 pétalos de la que salen 4 estelas de energía en dirección a la Tierra. Las llamaron Kan Xtab Ka' An, las “cuatro cuerdas del cielo”. Irradian hacia las cuatro direcciones cardinales, dando lugar a las cuatro esquinas del espacio sagrado maya.
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